Un eufemismo que utilizamos mucho los hombres cuando queremos decir putas y que no aparca la desvergüenza, solo la modifica. Es la salida airosa que quizás refleje nuestra incapacidad en el trato con la mujer, relegándola siempre a ese segundo plano en el que nunca participa sino que lo hace a tiempo parcial y como sustitutiva de un poder siempre menguante.
Posiblemente algunos me acusen de traidor, cuando refiero esa especie de interioridad que, aunque sobradamente conocida, fusila ese feminismo de pacotilla que algunas veces afloramos para la galería y sin que íntimamente nos confunda: somos machos y como tales tenemos nuestras inclinaciones, reservadas a esos ámbitos en los que sí que nos explayamos a gusto.
Queda camino por recorrer, pero más aún en esos mentideros en los que el poder se soslaya entre copas y trajes caros, donde se exhibe sin pudor para que nos reconozcan, inclusive desde lejos. Son esas gentes que gustan de lo caro y que pueden porque sí, porque lo tienen casi todo e inclusive mujeres subordinadas a sus complacientes deseos de lujuria. Los regalitos suelen venir de fábrica, la misma que les empodera cuando hace falta y les eleva a la categoría consumible de quien puede hacerlos y se gusta de recibir halagos.
Es como si fuera calando entre ellos la idea de que, a distancia de los más grandes pero con criterio semejante, todo ha de funcionar como un reloj y a ser posible de marca cara, esos que se lucen alargando la mano, en espera de ser reconocido como triunfador del lujo.
Si no eres nadie, tampoco tendrás derecho a las mujeres de compañía que se ofrecen en salones de alcurnia y reservados de las miradas ajenas que siempre quieren complicarlo todo, cuando solo es envidia y aspiración moralista, de corte marcadamente cínica.
Ahí los tienen, sembrando malestar contra un género que siempre fue imperante y que algunos quieren hacer claudicar como incomprendido.
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