El crecimiento de las desigualdades, impulsado desde el capitalismo más excluyente y salvaje, nos hace tomar partido, generalmente, por la parte alta de la más bulliciosa sociedad que busca en el disfrute, en el distanciamiento, la fórmula para evitar contagios. El caso es escalar posiciones, en esa carrera interminable en la que, quien se quede atrás, terminará engrosando esa fila de perdedores sin rumbo que ni puede ni sabe aislarse de un objetivo que le han marcado las razones ilusorias del éxito.
Parece que todo se esté volviendo en contra de la necesidad de protección y estímulo de unos valores que antes fueron, y ahora no son según algunos, necesarios. Los mismos que están experimentando cómo es posible vivir sin ellos, tras la exploración de recursos que las propias instituciones han dejado de valorar y se constituyen en agujeros negros por los que todo cabe y todo es utilizable.
Saben mi aprecio por la simbología y ahora imagino una gran cascada que, desde arriba, ofrece la hermosa visión del agua cayendo, sin más obstáculo que el libre albedrío. En la parte más alta los que dirigen el "cotarro" siguen precipitando ideas sobre cabezas solo interesadas en promocionarse, pero no en el sentido más positivo que se pueda adivinar, sino en la asimilación de prácticas que observan en otros, que les hacen creer que el campo de orégano se puede regar solo con afán desmedido.
Si no se atiende, o ya dejó de ser posible, que se restaure la línea de flotación máxima en la que pueda subsistir la esperanza en nosotros mismos, posiblemente nos vayamos golpeando, en la caída, con todas esas piedras que están puestas en la más simple ubicación de la naturaleza perdurable.
Lo más patético es poder comprobar cómo a nuestro lado, en nuestro vecino, van ganando las ideas hasta el punto de no poder visionar siquiera el sol que nos alumbra y que todos los días haría posible que contáramos con su energía. Lo peor... no saber usarla.
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